Tampoco Pola hubiera comprendido por qué de noche él retenía el aliento
para escucharla dormir, espiando los rumores de su cuerpo. Boca arriba,
colmada, alentaba pesadamente y apenas si alguna vez, desde algún sueño
incierto, agitaba una mano o soplaba alzando el labio inferior y proyectando el
aire contra la nariz. Horacio se mantenía inmóvil, la cabeza un poco levantada o
apoyada en el puño, el cigarrillo colgando. A las tres de la mañana la rue
Dauphine callaba, la respiración de Pola iba y venía, entonces había como un
leve corrimiento, un menudo torbellino instantáneo, un agitarse interior como de
segunda vida, Oliveira se enderezaba lentamente y acercaba la oreja a la piel
desnuda, se apoyaba contra el curvo tambor tenso y tibio, escuchaba. Rumores,
descensos y caídas, ludiones y murmullos, andar de cangrejos y babosas, un
mundo negro y apagado deslizándose sobre felpa, estallando aquí y allá y
disimulándose otra vez (Pola suspiraba, se movía un poco). Un cosmos líquido,
fluido, en gestación nocturna, plasma subiendo y bajando, la máquina opaca y
lenta moviéndose a desgano, y de pronto un chirrido, una carrera vertiginosa
casi contra la piel, una fuga y un gorgoteo de contención o de filtro, el vientre de
Pola un cielo negro con estrellas gordas y pausadas, cometas fulgurantes, rodar
de inmensos planetas vociferantes, el mar con un plancton de susurro, sus
murmuradas medusas, Pola microcosmo, Pola resumen de la noche universal en
su pequeña noche fermentada donde el yoghourt y el vino blanco se mezclaban
con la carne y las legumbres, centro de una química infinitamente rica y
misteriosa y remota y contigua.
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