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lunes, 24 de diciembre de 2018

El cuento de navidad de Auggie Wren por Paul Auster

El cuento de Navidad de Auggie Wren, Paul Auster

El cuento de navidad de Auggie Wren

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo,de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiarla obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes
redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento deNavidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie allado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además,
¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar eledificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuentade lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

—Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Julio Cortázar, Instrucciones-ejemplo sobre la forma de tener miedo

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.

En Amalfí, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.

Un señor está extendiendo pasta dentrífica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.

Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel.

Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.

El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.

Historias de cronopios y de famas (1962) 


Luis Alberto de Cuenca, Cartas de amor (inédito)

Después de darse un baño de agua tibia
y enjabonarse hasta el agotamiento
(para olvidar que aquella mala pécora
lo había despedido de su casa,
dándole con la puerta en las narices),
se acordó de las cartas que había escrito
—y no había enviado— a aquella chica
de pelo rubio que vivía entonces
a una manzana de su casa, en tiempos
tan remotos como las oleadas
dorias del siglo XII antes de Cristo,
la conquista de Troya o las tablillas
micénicas de Cnoso, Pilo o Tebas.
Buscó las cartas cuidadosamente
en todos los cajones de su cuarto
y, al fin, las encontró. Las leyó todas
a media voz, luchando con las lágrimas,
y vio que algunas de ellas contenían
fotos de la muchacha, polaroids
clandestinas que había conseguido
hacerle por la calle, sin que ella
se hubiese dado cuenta. Era tan fuerte
la experiencia de oler en esas cartas
el aroma de aquel amor pretérito
que se impuso por K. O. a la tristeza
de su actual desengaño. Una vez más
se cumplió aquello de que en el pasado
es donde hay que buscar las soluciones
a las miserias de nuestro presente.

Luis Alberto de Cuenca
Aiguablava, 13 de agosto de 2013


Eduardo Galeano, Diagnóstico de la Civilización

En algún lugar de alguna selva alguien comentó:
¡Qué raros son los civilizados!
Todos tienen relojes y ninguno tiene tiempo.

El cazador de historias (2016)


Karmelo C. Iribarren, La mujer de mis sueños

En todas las ciudades
que he pisado
me ha parecido verte:
 
un autobús que arranca
y que no cojo,
o un ascensor cerrándose,
o doblando una esquina hacia
la noche,
o al fondo,
entre humo y voces,
de un bar de madrugada...
 
En cualquier sitio, siempre,
tu imagen que aparece
y desaparece.
 
 

jueves, 6 de diciembre de 2018

Karmelo C. Iribarren, Diario de K

Los momentos que acaban definiendo nuestra vida muy rara vez se ajustan a planes preconcebidos.

*

Diario de K


sábado, 1 de diciembre de 2018

Julio Cortázar, "Instrucciones para llorar"

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.


Julio Cortázar, "A una mujer"

No hay que llorar porque las plantas crecen en tu balcón,
no hay que estar triste
si una vez más la rubia carrera de las nubes te reitera lo inmóvil,
ese permanecer en tanta fuga. Porque la nube estará ahí,
constante en su inconstancia cuando tú, cuando yo
─pero por qué nombrar el polvo y la ceniza.
Sí, nos equivocábamos creyendo que el paso por el día
era lo efímero, el agua que resbala por las hojas hasta hundirse
en la tierra.
Sólo dura la efímero, esa estúpida planta que ignora la tortuga,
esa blanda tortuga que tantea la eternidad con ojos huecos,
y el sonido sin música, la palabra sin canto, la cópula sin grito de agonía,
las torres del maíz, los ciegos montes.
Nosotros, maniatados a una conciencia que es el tiempo,
no nos movemos del terror y la delicia,
y sus verdugos delicadamente nos arrancan los párpados
para dejarnos ver sin tregua cómo crecen las plantas del balcón,
cómo corren las nubes al futuro.
¿Qué quiere decir esto? Nada, una taza de té.
No hay drama en el murmullo, y tú eres la silueta de papel
que las tijeras van salvando de lo informe: oh vanidad de creer
que se nace o se muere,
cuando lo único real es el hueco que queda en el papel,
el golem que nos sigue sollozando en sueños y en olvido.
Julio Cortázar
De: “Salvo el crepúsculo” – 1984
Ed. Alfaguara – 2009

sábado, 24 de noviembre de 2018

Luis Alberto de Cuenca, Nocturno

Apagaste las luces y encendiste la noche.
Cerraste las ventanas y abriste tu vestido.
Olía a flor mojada. Desde un país sin límites
me miraban tus ojos en la sombra infinita.

¿Y a qué olían tus ojos? ¿Qué perfume de oro
y de agua limpia y pura brotaba de tus párpados?
¿Que invisible temblor de cristales de fuego
agitaba la seda lunar de tus pupilas?

Recamaste la almohada con hilos de azabache.
Tejiste sobre el sueño un velo de blancura.
Eras la rosa pálida tiñéndose de rojo,
la rosa del veneno que devuelve la vida.

La blusa, el abanico, una pluma violeta,
el broche con la perla y el diamante en el pecho.
Todo abierto y en paz, transparente y oscuro,
sin dolor, navegando rumbo a tus manos frías.

De La caja de plata



Karmelo C. Iribarren, Intuición del frío

No es el de la niñez,
aquellas mañanas de diciembre,
a lo largo del río,
hacia el colegio.

Ni se trata tampoco de aquel otro
que te sorprendería
años después
más de una madrugada
dando tumbos.

No, este es distinto, este
da miedo:
viene
del futuro.


viernes, 23 de noviembre de 2018

Por qué te vas - Iluminados


Ese Polo sigue descubriendo secretos


Eduardo Galeano. La mala racha


Mientras dura la mala racha, pierdo todo. Se me caen las cosas de los bolsillos y de la memoria: pierdo llaves, lapiceras, dinero, documentos, nombres, caras, palabras. Yo no sé si será gualicho de alguien que me quiere mal y me piensa peor, o pura casualidad, pero a veces el bajón demora en irse y yo ando de pérdida en pérdida, pierdo lo que encuentro, no encuentro lo que busco, y siento mucho miedo de que se me caiga la vida en alguna distracción.

 Eduardo Galeano. El libro de los abrazos

jueves, 22 de noviembre de 2018

Manuel Altoaguirre, Sin libertad

Ya que no puedo ser libre
agrandaré mis prisiones.

Cambiaré los tristes muros
por alegres horizontes.
No pisaré ningún suelo
sino abismos de la noche.
Techos que a mí me cobijen
cielos serán los mejores.

Ya que no puedo ser libre
agrandaré mis prisiones.


Manuel Altolaguirre,
Sin libertad, (1955-1959)


jueves, 15 de noviembre de 2018

Luis Alberto de Cuenca, "Consolatio ad se ipsum"

Cuando te veo triste y melancólico,
próximo ya a la ruina cenicienta,
me permito decirte (en estos versos,
porque a la cara no me atrevería)
que aún respiras (lo que es inevitable
cuando se sigue vivo), que hay películas
todavía que ver, y geologías
caprichosas y océanos en llamas
y tesoros escitas y crepúsculos
que admirar, y novelas que leer,
y connivencias mágicas, y copas
feéricas que apurar. Y aunque no haya
emociones fortísimas, pasiones
consuntivas ni tíos en américa
esperando a las puertas del futuro,
hay que intentar vivir hasta la última
bocanada de aire en los pulmones
sin perder la esperanza, sin hundirse
demasiado, sabiendo que la vida
es un horror, y que termina siempre
fatal, y que el silencio está al acecho,
y que la enfermedad nos va minando,
pero que hay que vivir la decadencia
con buen humor, que nuestro praedicabilis
no es otro que la risa -acuérdate
de los viejos autores escolásticos-,
por más que nuestro proprium sean las lágrimas.

Cuaderno de vacaciones (2014)


Nacho Vegas - La última atrocidad ft. Cristina Martínez

jueves, 8 de noviembre de 2018

Ángel González, Esto no es nada

Si tuviésemos la fuerza suficiente
para apretar como es debido un trozo de madera,
sólo nos quedaría entre las manos
un poco de tierra.
Y si tuviésemos más fuerza todavía
para presionar con toda la dureza
esa tierra, sólo nos quedaría
entre las manos un poco de agua.
Y si fuese posible aún
oprimir el agua,
ya no nos quedaría entre las manos
nada.


Vetusta Morla - Consejo de Sabios - 2017-11-10 Madrid (Biblioteca Nacional)



Antes de hacerlo estallar 
Quiero que aguantes mi mano 
Dime si el pulso es constante 
O es un murmullo lejano 

No arrastro nada esta vez 
Traigo el carrete velado 
Es pronto para la amnesia 
Y tarde para irnos intactos 

¿Qué hay que hacer? 
¿Qué hay que hacer? 
Ahora que todo está hablado 
Lo intenté 
Lo intenté 
Hoy tu recuerdo es un pájaro 
Que bate sus alas detrás de mí 
Y guarda en su pico tus labios 

Tienes la forma precisa 
Guardas la herencia del mármol 
Fuiste la Venus de Milo 
Y yo puse el mundo en tus brazos 


Y rodé 
Y rodé 
Como resbalan los años 
Lo intenté 
Lo intenté 
Hoy tu silueta es un pájaro 
Que bate sus alas detrás de mi 
Me silba y enreda mis pasos

Reunid otra vez al Consejo de Sabios
Ponedme una vela, estoy atrapado

Sácame del corredor
Cuando caiga el santuario
Sácame de este fortín
Llévame en tu vuelo raso

Quiero un punto ciego
Quiero tu arrebato
Llévame contigo
Llévame sin pactos

Y llévame al puente que no explotó
Al muro que crece en mi mano
El mismo que impide tus pasos

Caerán los imperios, caerán los estadios
Pero antes tendrán que caer nuestros santos

Federico García Lorca, Lluvia


Lluvia

La lluvia tiene un vago secreto de ternura,
algo de soñolencia resignada y amable,
una música humilde se despierta con ella
que hace vibrar el alma dormida del paisaje.

Es un besar azul que recibe la Tierra,
el mito primitivo que vuelve a realizarse.
El contacto ya frío de cielo y tierra viejos
con una mansedumbre de atardecer constante.

Es la aurora del fruto. La que nos trae las flores
y nos unge de espíritu santo de los mares.
La que derrama vida sobre las sementeras
y en el alma tristeza de lo que no se sabe.

La nostalgia terrible de una vida perdida,
el fatal sentimiento de haber nacido tarde,
o la ilusión inquieta de un mañana imposible
con la inquietud cercana del color de la carne.

El amor se despierta en el gris de su ritmo,
nuestro cielo interior tiene un triunfo de sangre,
pero nuestro optimismo se convierte en tristeza
al contemplar las gotas muertas en los cristales.

Y son las gotas: ojos de infinito que miran
al infinito blanco que les sirvió de madre.

Cada gota de lluvia tiembla en el cristal turbio
y le dejan divinas heridas de diamante.
Son poetas del agua que han visto y que meditan
lo que la muchedumbre de los ríos no sabe.

¡Oh lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos,
lluvia mansa y serena de esquila y luz suave,
lluvia buena y pacifica que eres la verdadera,
la que llorosa y triste sobre las cosas caes!

¡Oh lluvia franciscana que llevas a tus gotas
almas de fuentes claras y humildes manantiales!
Cuando sobre los campos desciendes lentamente
las rosas de mi pecho con tus sonidos abres.

El canto primitivo que dices al silencio
y la historia sonora que cuentas al ramaje
los comenta llorando mi corazón desierto
en un negro y profundo pentágrama sin clave.

Mi alma tiene tristeza de la lluvia serena,
tristeza resignada de cosa irrealizable,
tengo en el horizonte un lucero encendido
y el corazón me impide que corra a contemplarte.

¡Oh lluvia silenciosa que los árboles aman
y eres sobre el piano dulzura emocionante;
das al alma las mismas nieblas y resonancias
que pones en el alma dormida del paisaje!

Federico García Lorca

domingo, 4 de noviembre de 2018

Keats y Leopardi


Sobre la muerte

I

¿Puede la Muerte estar dormida, si la vida es solo un sueño,
Y las escenas de dicha pasan como un fantasma?
Los efímeros placeres a visiones se asemejan,
Y aun creemos que el dolor más grande es morir.

II

Cuán extraño es que el hombre deba errar sobre la tierra,
Y llevar una vida de tristeza, pero que no abandone
Su escabroso sendero, ni se atreva a contemplar solo
Su destino funesto, que no es sino despertar.

John Keats


Canto XII: El infinito


Amé siempre esta colina,
y el cerco que me impide ver
más allá del horizonte.
Mirando a lo lejos los espacios ilimitados,
los sobrehumanos silencios y su profunda quietud,
me encuentro con mis pensamientos,
y mi corazón no se asusta.
Escucho los silbidos del viento sobre los campos,
y en medio del infinito silencio tanteo mi voz:
me subyuga lo eterno, las estaciones muertas,
la realidad presente y todos sus sonidos.
Así, a través de esta inmensidad se ahoga mi pensamiento:
y naufrago dulcemente en este mar.

Giacomo Leopardi

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LIBROS RECOMENDADOS DE Andrés Trapiello
10 libros que hay que leer en la vida, por Andrés Trapiello

“Leí Robinsón Crusoe con doce o trece años en la traducción (entonces no me fijaba en esos detalles) de Carlos Pujol, del que llegaría a ser muy amigo con el tiempo. Me parecieron providenciales los pecios que Robinsón rescató del barco y lo que fue capaz de hacer con ellos (“maestro del bricolaje” lo llamó Savater), pero me extrañaba que entre tantas cosas no hubiera libros. Desde entonces he hecho muchas veces esta lista, por si alguna vez tuviera que naufragar, esconderme o huir porque llegaban los malos. Libros que merecieran salvarse en caso de que no sobreviviera nadie al gran desastre o que tuviera yo que transmitir a otros, como en esa escena de Fahrenheit 451 en la que unos cuantos rebeldes van recitando de memoria en voz alta, mientras pasean en un bosque solitario, las obras inmortales de la literatura.

El primero, desde luego, sería Robinson Crusoe: el hacer e inventar cosas útiles pone siempre de muy buen humor, y como soy un hombre previsor, serían libros que sé que ganan en las relecturas, como La Ilíada: no explica adónde vamos, pero cuenta muy bien, como en ningún otro libro, de dónde venimos y las pasiones que mueven al ser humano, incluidos los dioses (más humanos que los propios hombres).

Teniendo en cuenta también que iba a tirarme mucho tiempo solo, sería absurdo llevarse ningún libro de economía o de política, pero no de teatro, para tener con quién hablar, de modo que me vendrían bien las Obras de Shakespeare: nadie como él ha tratado con parecido respeto al mendigo y al rey.

La Cartuja de Parma, de Stendhal, y Guerra y Paz, de Tolstói, El Rey de Kafiristán, de Kipling (para recordar El hombre que pudo reinar y la felicidad de verla con mis hijos pequeños), y Fortunata y Jacinta, de Galdós, son todas ellas novelas de amor y de amistad, lo que seguramente más iba a echar de menos donde quiera que naufragase o estuviese metido.

Y para vacunarse contra la melancolía, peligrosísima en una isla, y a falta de un cine donde ver las películas de Chaplin, cualquiera de Las aventuras de Sherlock Holmes, de sir Arthur Conan Doyle.

Y por supuesto: me llevaría una pequeña Antología de poemas, no muy extensa, desde luego, apenas quince o veinte poemas de cada uno de estos seis amigos: Keats, Leopardi y Dickinson, Jorge Manrique, Machado y JRJ.

Si he dejado para el final

El Quijote

es porque este no es sólo un libro, en realidad es para cualquiera lo que fue Viernes para Robinsón Crusoe”.

https://librotea.elpais.com/inspiradores/andres-trapiello/estanteria

viernes, 2 de noviembre de 2018

En el día de todos los difuntos

En estos días de recuerdo aún más intenso a los que se marcharon, me viene todo el rato a la cabeza el soneto de Quevedo. Por ellos, por todo lo que nos enseñaron y legaron. Porque mucho de ellos vive en nosotros y porque somos mucho de lo que han sido. De corazón. 


Amor constante más allá de la muerte
Cerrar podrá mis ojos la postrera 
sombra que me llevare el blanco día
y podrá desatar esta alma mía 
hora a su afán ansioso lisonjera.

Mas no desotra parte en la ribera 
dejará la memoria en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido, 
venas que humor a tanto fuego han dado, 
medulas que han gloriosamente ardido, 

su cuerpo dejarán, no su cuidado; 
serán ceniza, mas tendrán sentido:
polvo serán, mas polvo enamorado.
[Quevedo, Francisco de: Obra poética, tomo I, ed. de José Manuel Blecua Teijeiro. Madrid, Castalia, 1969-1971, pág. 657.]



martes, 30 de octubre de 2018

Iceage - Catch It

HOMBRE QUE MIRA A TRAVÉS DE LA NIEBLA

HOMBRE QUE MIRA A TRAVÉS DE LA NIEBLA

Me cuesta como nunca
nombrar los árboles y las ventanas
y también el futuro y el dolor
el campanario está invisible y mudo
pero si se expresara
sus tañidos
serían de un fantasma melancólico

la esquina pierde su ángulo filoso
nadie diría que la crueldad existe

la sangre mártir es apenas
una pálida mancha de rencor

cómo cambian las cosas
en la niebla

los voraces no son
más que pobres seguros de sí mismos
los sádicos son colmos de ironía
los soberbios son proas
de algún coraje ajeno
los humildes en cambio no se ven

pero yo sé quién es quién
detrás de ese telón de incertidumbre
sé dónde está el abismo
sé dónde no está dios
sé dónde está la muerte
sé dónde no estás tú

la niebla no es olvido
sino postergación anticipada

ojalá que la espera
no desgaste mis sueños
ojalá que la niebla
no llegue a mis pulmones
y que vos muchachita
emerjas de ella
como un lindo recuerdo
que se convierte en rostro

y yo sepa por fin
que dejas para siempre
la espesura de ese aire maldito
cuando tus ojos encuentren y celebren
mi bienvenida que no tiene pausas.

Mario Benedetti

lunes, 29 de octubre de 2018

Luis Alberto de Cuenca, "Estoy aquí"

Estoy aquí, mi amor, estoy aquí
velando tus naufragios en las noches
en que nadie responde, en las heladas
madrugadas vacías, en las tardes
de desesperación y de locura.
Pon en duda si quieres, que la Tierra
gire en el desdoblado precipicio
del espacio infinito alrededor
del sol, o que los astros sean fuego,
o que el amargo río de la vida
desemboque en la muerte. Pero nunca
dudes de que, en la fiebre del fracaso
o en la sed de la angustia, en el abismo
de la ansiedad y del desasosiego,
estoy aquí, amor mio, estoy aquí.

Aunque tu no me veas ni me oigas.


(De "Sin miedo ni esperanza", 2002)


domingo, 28 de octubre de 2018

Apariciones

¡Mi Eugenia, sí, la mía -iba diciéndose-, esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la sucesión de estas figuras que forman las nubes de humo del cigarro. ¡El azar! El azar es el íntimo ritmo del mundo, el azar es el alma de la poesía. ¡Ah, mi azarosa Eugenia! Esta mi vieja. mansa, rutinaria, humilde, es una oda píndárica tejida con las mil pequeñeces de lo cotidiano. ¡Lo cotidiano! ¡El pan nuestro de cada día, dáhosle hoy! Dame, Señor, las mil menudencias de cada día. Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscarme a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia!

Miguel de Unamuno, Niebla, 1914 (Capítulo 2)



Aparición

Vagaba yo perdido en mis miserias
–ínfima parte de las mezquindades
y estrecheces del mundo– cuando tú
apareciste, y de repente todo
lo que nos rodeaba se borró,
como en una película romántica,
y vi que había estrellas en tus labios
centelleando sin cesar, y supe
que me obsequiabas ese firmamento
sin pedir nada a cambio, y que en tu gloria
había sitio para mi tristeza.
De modo que instalé en tu corazón
mi tienda de campaña, y tú cerraste
con llave las ventanas de tu pecho,
y nos quedamos a vivir allí,
calentitos, felices.


Luis Alberto de Cuenca
(La vida en llamas, 2006)




El amor difícil
Quizá tú no me viste,
quizá nadie me viese tan perdido,
tan frío en esta esquina. Pero el viento
pensó que yo era piedra
y quiso con mi cuerpo deshacerse.

Si pudiera encontrarte,
quizá, si te encontrase, yo sabría
explicarme contigo.

Pero bares abiertos y cerrados,
calles de noche y día,
estaciones sin público,
barrios enteros con su gente, luces,
teléfonos, pasillos y esta esquina,
nada saben de ti.

Y cuando el viento quiere destruirse
me busca por la puerta de tu  casa.

Yo le repito al viento
que si al fin te encontrase,
que si tú aparecieses, yo sabría
explicarme contigo. 

Luis García Montero Habitaciones separadas (Visor, 1994)